Luis Do SantosVigilia
La luna apareció por el vidrio de la ventana, esfumada tras la cortina gris, con la panza cortada por el tajo seductor de la menguante.
ANA
La afeitadora bajó desde la patilla derecha, con sus hojas recién cambiadas, arrastrando la espuma blanca del aerosol, cortando de cuajo los troncos de la barba de cuatro días, como tres mosqueteros atacando juntos, en línea de sus espadas afiladas. La miré, no sin cierto asombro a través del espejo, como una cabra alocada, dando saltos de mata por los recovecos de mi cara. Una mano como la mía, demasiado zurda para no ser torpe, la llevó a la canilla hasta limpiarle la boca llena de pelo y espuma. Sigilosa otra vez, apareció en la zona de la garganta, cerca de la nuez de Adán, peligrosa y sin piedad, donde siempre produce un escozor que hace tragar saliva. Se me antojó una máquina de nieve con su gran pala dejando desnuda la carretera. La ocurrencia me hizo sonreír sin mueca. Escuché ruidos más allá de la puerta entreabierta y los busqué por el espejo, aún sabiendo que no podía verlos. Agucé el oído como un perro entrenado, apenas para descubrir qué escupía a esa hora de la primera mañana, la radio negra, de tres bandas, dos pilas, herencia de la abuela, que seguía pendiente del dial insolente, colgada de un clavo exclusivo cerca del toallero cromado.
Si Ana estuviera viendo, seguro me ligo un reproche por dejar la canilla abierta. No me gusta pensar en Ana cuando me afeito. El pulso se me pone tembleque y la afeitadora de pronto parece cobrar vida, llevando a rastras la mano sin pulso, como un pitbull silencioso que hace creer a su dueño que lo lleva atado de la correa.
A veces pienso que esa es la marca de Ana. Ese viento suyo de arrasar con todo, pero sin ruido, sin tormenta, sin miedo, apenas con la seguridad que despierta en el otro, la convicción neta de seguirle los pasos sin saberlo. Así la descubrí de pronto. Una tarde de abril desolada y sin tiempo, en la fría cámara de desosado, en plena zafra de bovinos, cuando a los dos nos ganaba la vida, en el frigorífico. Desde hacía días, no se hablaba de otra cosa que no tuviera que ver con un video erótico cuya protagonista estelar era una de las trabajadoras del sector congelados, que aparecía en la primera plana de una filmación casera, filtrada quién sabe por quién, entre los compañeros. La noticia se esparció como un virus hasta pegarse a todos los celulares, las ventanas, los rincones, las puertas, los pasillos, donde nadie fue inmune a las esquirlas de la bomba.
Esa tarde, el tema del video también se robaba la charla. En medio de veinte mujeres y hombres, entre cuchillos, huesos y carne, las chanzas se sucedían, sobraban las risas sin sentido y las opiniones vacías. De pronto escuché su voz (su voz un tanto gastada por el cigarro y el frío) salir de atrás del tapabocas, desprenderse como un látigo desde la blancura ensangrentada del uniforme. “Yo por eso prefiero los espejos”, dijo, casi disimulando cierta vergüenza delatada por el brillo de los ojos, “porque como los verdaderos caballeros, no tienen memoria”. La carcajada fue unánime. De pronto, los intentos de moralina barata, las etiquetas vanas y los juicios crueles, rodaron decapitados por el piso azulejado. Entonces la vi sin verla a través del mechón rubio que escapaba de la cofia, más allá de los guantes de goma, el delantal manchado y el cuchillo ágil. Y fue como descubrir sin culpa sus ojos marrones demasiado vivos, los ojos que parecía estar enfrentando por primera vez, con la sorpresa blanda de quien descubre a alguien que nunca estuvo escondido.
Después de aquel día, la persecución comenzó, por los pasillos del frigorífico, a la hora del descanso buscando su mirada más allá de las mesas del comedor, entre los árboles altos que sombreaban la salida, y terminó cuando ella quiso que terminara, la noche clara frente al espejo empañado de un motel cerca del río, escaso de estrellas y silencios. Siempre es Ana cuando quiere, sin testigos ni regresos inútiles.
La luz del baño se hizo escasa por el vapor. Desde la radio, el locutor de la voz quebrada, volvió a dejar en evidencia mi artilugio de atajar raspones. Esta vez no fue posible burlarlo.
“Repetimos la información que nos llega de Prefectura Nacional, la altura del río frente al puerto local, llegó hoy a quince metros con cincuenta centímetros”.
Las últimas dos palabras me dieron directo a la nuca. Un mazazo inevitable. Visto en el espejo, parecí tambalear como un boxeador grogui que no esperaba el golpe, pero mantuve la línea y volví a concentrarme en la afeitada. La máquina dio tres golpes a un costado de la palangana para librarse de la carga, cabeceó en el chorro de la canilla y así, libre, sin lastre, se ensañó esta vez con el pobre bigote, que resistió estoico, casi hasta las lágrimas, pero terminó por rendirse ante el monstruo verde, con tres afilados dientes, que sale cada tanto de su cueva botiquín, solo para destruir a Papá Noel.
Desde la radio, bajó con prestancia, un tango, inexorable y lento, de andar tímido, como una queja sin remedio en la garganta de los tristes. Quedé parado frente al espejo, esperando encontrarme, apoyado con las dos manos al costado de la palangana, envuelto en el éxtasis de la música, marcando el compás con la punta del zapato derecho. El tango nunca fue mi fuerte. Aunque suelo jugar a seguir letras inolvidables y disfruto ese misterio de escuchar sin escuchar, sobre todo a esa hora de la mañana, cuando el ojo del alma está recién libre de lagañas. Igual, siempre trato de esquivarle a los tangos. No dejan de producirme ardor en la boca del estómago, un desencanto que hace suspirar o sufrir, según la nota que primero me atraviese las venas. En los días de Ana, era imposible siquiera estar cerca de cualquier tango. Con su insólita frescura de romper postigos, saltaba sin miramientos, con el rostro desencajado por el fastidio, a cambiar el dial, para que no la alcanzara el chorro gris de aquella “música de viejos”. Yo, lejos de molestarme por esa actitud, me detenía a verla, como a través de una ventana empañada, ajeno a su berrinche, embelesado con su convicción militante de esquivar el tiempo. Entonces ella sabía encontrar a través del murmullo que soltaba el parlante, la música que le hacía bien a los huesos, la música que le golpeaba el alma. Se aflojaban los músculos de la cara huesuda, se volvían papel las arrugas, y el canto le salía sonoro, casi en pelo, a veces siguiendo la letra, a veces con una letanía apenas, pero siempre desde el fondo de algo muy pasional, muy suyo, que se salteaba los estragos de la garganta ronca.
Por la banderola del baño, desde su boca abierta hacia la nada, se coló una brisa impune. Puse los pies al borde del wáter y sostenido en ambos lados de la cisterna, la toalla de mano alrededor del cuello, asomé la nariz a través de la abertura. Me golpeó el aire empapado, la sórdida humedad antes de la lluvia. Desde aquella altura, haciéndome camino a través del vidrio empañado, pude contemplar la imagen que de niño solía cautivarme, cuando tenía la ciudad a mis pies, y el mundo era un mundo chato, allá abajo. Los techos de las casas, como piratas con parches desparejos, seguían remendados de membrana asfáltica, siempre mascotas de la inclemencia, carcomidos por la herrumbre de los años, algunos demasiado viejos para atajar la lluvia suelta en la barriada del Puerto. Cada tanto, una chimenea sin humo, asomaba entre las chapas, camuflada en el enjambre furioso de antenas satelitales, que desde tiempo atrás, habían cambiado para siempre el paisaje dibujado a través de la banderola de mi baño. Resistiéndome, giré el periscopio hacia la izquierda, entregado al azar, con la resignación o vana costumbre de los que esperan el fracaso de lo inevitable. Allí donde antes se veía la antigua calle de adoquines, dejando su reguero mordedor de historias entre los galpones de la vieja fábrica de galletitas, solo podía observarse la panza marrón del río, arrastrándose hacia la ciudad, inexorable como un presentimiento, irrespetuoso de muros legendarios y paredes de hormigón descascarado. Desde mi altura, lejos en la bruma de la primera mañana, aparecía indefenso, lagarteando con su agua oscura de caimán dormido sobre las veredas. Pero nada era cierto. Bajo esa piel cordero de limo y basura flotante, azotada apenas por el paso de alguna chalana solitaria deambulando entre las calles como una góndola veneciana, latía la maldita soledad de las crecientes.
Ese era mi costado oscuro de vivir cerca del puerto, en el reino invisible de los inundados, donde anidaban hombres silenciosos, mujeres escasas de ternuras, niños marcados por el dolor del agua, todos con la sangre alerta y los nervios en carne viva, de los que siempre duermen con los ojos abiertos.
En días de creciente, todo se reduce a una espera sin esperanza, controlando la angustia centímetro a centímetro, ese vacío que producen en el alma, la incertidumbre ciega y el abandono. Nunca me acostumbré a esos días. Vivir anudado a la sensación de que pronto el mundo dejará de ser, con ese olor a pescado podrido que se cuela en las paredes, las ventanas, los roperos, los huesos, hasta invadirte los sueños. Ese olor mordedor de cicatrices, pegado a las costuras de mi ropa, entre las uñas, el cabello, las manos sangrantes, las arterias, que te seguía como un perro inevitable adonde fueras.
Antes, cuando el río empezaba a roer las barandas del puente sobre la calle adoquinada que termina en el puerto, hacía rato que en mi casa ya no quedaban muebles ni gente ni nada. Se habían ido en los camiones del ejército, a desarmarse apilados en algún galpón municipal lleno de ratas y silencios. Mi padre era cuidadoso con las crecientes. Había construido la casa con sus propias manos, casi al borde del arroyo que desembocaba en el río, de dos pisos, apoyada en soberbias patas de hormigón, y aunque sabía por convicción que el agua no llegaría, ya a los trece metros, se escondía en un rincón con el teléfono bien pegado a la cara, el seño fruncido, la respiración agitada, y con el susurro de quien va a confesar un secreto vergonzante, hacía la llamada que nadie deseaba escuchar. Antes ya habíamos embolsado ropas, zapatos, platos, cubiertos, herramientas, lágrimas y recuerdos. De niño aprendí a guardar mis juguetes, mis cuadernos, mis miedos, en una gran caja donde también envolvía, aquel pedazo de trapo en que se me convertía la vida por esos días. Después venía el tiempo maldito de estar fuera de la casa, pertrechado en un rincón de la cancha de basquetbol municipal, donde dormíamos por turnos para cuidar nuestras cosas, con un ojo siempre alerta, marcando territorio en tierra ajena, desconfiados y viles, como los enfermos que tienen terror de otros enfermos.
La brisa que entra por la banderola es fría y con algo de tristeza. De las pocas cosas que nunca le pude contar a Ana, tiene que ver con este recinto sagrado de la casa. Es posible que todo venga de aquellos días. La gente arracimada cuidando su rincón, como clanes repentinos, a veces al medio de la cancha, a veces recostados sobre las gradas frías, en filas ansiosas al acecho de la comida caliente que en grandes tachos traían los soldados del ejército o compartiendo sin remedio aquellos baños inmundos, atestados de extraños orinando sobre las tasas amarillentas, bañándose desnudos frente a niños asustados, con la humedad chorreando en las paredes y aquel olor amoniacal quemándote el cerebro, olor inevitable a barro de lagartijas muertas, a zoológico ambulante y hastío.
La escuché tantas veces reprocharme, al principio con asombro, después fastidiada, al final, siempre dejando caer ese comentario sarcástico sobre mi insólita manía de no poder usar otro baño que el mío. “El nene no puede cagar si no es en el trono de su propia casita”, solía decir entre guiños para buscar carcajadas, cuando ya vivíamos juntos y el tiempo del motel cerca del río, era apenas un espejismo lejano de amores sin desvío. Yo acusaba el golpe con una sonrisa impostada, siguiendo la broma a rastras, anestesiado de encantos, aunque me encontrara desnudo y sin respuesta, como al sentir que de pronto te corren la cortina de la ducha.
La puerta del baño se abrió con chillido de bisagras secas. En el pasillo, al que miran también las puertas de los dos dormitorios, hay una casi oscuridad que hace doler los ojos, desde ayer, cuando cortaron la luz en todo el barrio, como en las crecientes grandes, por causa de la venida del río. Se palpa un silencio impiadoso, que fue tomando desde el último rincón hasta los techos, como un hongo gris que se pega a las ramas del paraíso, hasta secarlo. Me paro en el primer descanso de la escalera. La otra claridad que se cuela por la ventana deja ver más abajo, la mancha turbia de un sillón del comedor, el respaldo de la silla quebrada que golpea la pared, el plafón roto de una lámpara de pie, las flores plásticas lejos del florero. Todo flotando sobre la cáscara maldita de este río que se metió sin permiso en mi casa. No quiero bajar otro escalón para no toparme con el cristalero lleno de copas, los juegos de porcelana todavía sin usar, regalo de casamiento de mis padres, los libros inflados como sapos sobre la estantería de vidrio, aquella máquina de coser con los retales de costura ocultos bajo la carpeta blanca, las lámparas de iluminar rincones oscuros, la mesita ratona tapa de mármol, soporte del cenicero acerado en forma de caballo, donde mi padre solía morirse noche a noche, en cada colilla que aplastaba antes y después del café, la cena, el informativo y las novelas policiales encargadas a una librera que nunca llegué a conocer.
“Esta vez va a superar los diecisiete metros” – había balbuceado sin ganas, el gordo de voz finita atrás de los dientitos pequeños, alcanzándome un papel prendido a una tabla y una lapicera azul- “Si se va a quedar tiene que firmar aquí, y después es toda responsabilidad suya”- recitó de memoria y siguió su caminata por el barrio, como un pájaro agorero dejando semillas de soledad en todas las puertas. Era casi de noche pero se intuía en la penumbra el apronte de algunos vecinos juntando sus cacharpas, en ruidoso circo de niños, trastos y perros. En las dos anteriores crecientes, cuando ya mi madre vivía en la institución de salud y habíamos tomado por asalto en nombre del amor la casa cerca del puerto, le seguí a Ana los instintos y salí como hacía mi padre, antes de los trece metros, a esa altura letal en que el río comenzaba a lamer las barandas del puente. Yo sabía que el agua no llegaría. Lo sabía. Pero la dejé decidir, acaso porque todavía andaban por la casa las sombras de mi padre o solo por no chocar contra su costado más gris, esa insolencia a veces macabra de envolver sin piedad, como una cobra paciente que sabe esperar la fisura del encuentro. Desde el primer día que vivimos juntos, Ana se encargó de dejar su marca por todos los rincones. Vendimos la vieja cama de mis padres, el ropero antiguo de soberbio ébano, las cómodas con espejos, los baúles amargos de la abuela y nos instalamos después de ventilar polvos y recuerdos, a vivir juntos la vida buena que nos envidiaban en secreto las chusmas del frigorífico. En la cocina florecieron los repasadores de Ana, las tazas con dibujos estampados y las cortinas rojas de Ana, las toallas, las sábanas sin almidón, las blusas de Ana diciendo del nuevo hogar, y los filetes de pescado se doraron en el mismo chamuscado horno, pero tenían ahora el sabor agridulce de Ana. Un día Cortázar me pareció aburrido, la televisión trajo programas de chimento, el cuchillo de la faena fue algo más que un cuchillo y los libros parecieron esconderse donde nunca estaban. Me descubrí de pronto, en festejos de risas prestadas, usando camisas de colores que nunca habían sido mis colores, en ruedas de otros amigos, y hasta bailando al compás de una cumbia que no llegaba a los huesos, cada vez menos entero, como una estatua de arena desflecada por el viento.
Oigo voces que me llegan desde afuera. El agua que ocupa la sala del comedor, se mueve en pequeñas ondas, como si de pronto algo fuera a salir de sus entrañas. Golpes desesperados en el zaguán, tumultos de guerra. Yo subo otra vez hasta la soledad del pasillo, entro al baño, paso la tranca. Todavía es fría y distante la brisa que se escurre por la banderola. El quejido de trueno que hace la puerta del frente al quebrarse empujada por el enjambre de policías, se mezcla inevitable con los gritos roncos de Ana.
Ana encerrada desde hace cuatro días en el dormitorio de mis padres.
Sé que el río nunca llegará.
Luis Do Santos Ardohain
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