Luis Do Santos

Vigilia

 

La luna apareció por el vidrio de la ventana, esfumada tras la cortina gris, con la panza cortada por el tajo seductor de la menguante.
Desde la cama húmeda, Albino Lima la miró sin verla, desnudo bajo las sábanas blancas, fastidioso por la horda de mosquitos desbocados, con su aguijón invisible colándose entre la tela hasta morderle la piel.
El calor agobiante, era una víbora pegajosa chorreando entre los cuadros que adornaban las paredes recién pintadas.
Cambió la posición de la almohada (la suave almohada de funda amarilla y flores bordadas) partiéndola en dos para que su cabeza descansara más alta. Volvió a cerrar los ojos. Al enjambre de zancudos zumbando como avionetas fumigadoras en la oscuridad, se sumó el hipo de un grillo rompiendo el silencio desde un rincón.
Escondió la cabeza, ahora debajo de la almohada, aspirando en la sombra el aroma a jazmín que venía de la funda y al fondo de aquella trinchera, esperó con los ojos quietos y los oídos tapiados, el momento sublime de internarse en los pantanos del sueño.
La vigilia lo asaltó, envuelto en un montón de sensaciones nuevas, cenagosas, de incierto origen. Palpitaba tan fuerte el latido de su corazón, que podía sentir el galope de la sangre, corriendo desbocada en el torrente de las venas.
Encendió un cigarrillo, ahora sentado en la cama, la espalda apoyada en el respaldo frío de madera labrada, iluminado súbitamente por la llama fugaz del encendedor.
Supo que eran más de las dos, porque ya no se oían los tangos en la radio dormida sobre la mesa de luz. Sumergido en el silencio rabioso, a solas con ese mundo desconocido de vacíos y ausencias que lo asaltaba más allá de los huesos, sintió tambalear por un momento, el escenario de su existencia simple, sin horizontes ni dudas, de soldado raso. Nunca le habían preocupado las incógnitas que trajeran los mañanas, el desenlace vano de las urgencias, aquella belleza incierta de las ataduras, ni el secreto prometedor que esconden los compromisos. Poca cosa quedaba más allá del viaje en bicicleta desde su casa al cuartel, el horario rotativo de guardias, la inevitable mateada en el servicio, las tardes de fútbol, o las recorridas nocturnas por las callecitas del puerto, morada de prostitutas llenas de tristeza y amores lejanos.
Se sorprendió pensando en ese manojo de momentos que desde siempre había sido su vida. Un hombre más. Soldado veterano, zorro, que a lo largo de los años aprendió a caminar sin temores por el campo minado de la vida militar. El gran habilidoso para burlar una orden superior, el más aguantador con alcohol en las venas, aquel espejo sin retornos donde querían reflejarse, los recién llegados reclutas de la infantería. En el Ejército cultivó su talento natural para anestesiar horas sin pensamientos, convertir en fuego tertulias aburridas o atrapar como una araña seductora, a los incautos que caían en su red silenciosa de naipes y falsas esperanzas.
El cigarrillo fue muriendo sin prisa, en un estertor de humo herido, como un recuerdo que cada vez quema menos. Aplastó fastidiado la colilla en el cenicero de vidrio y se internó otra vez en la soledad de la almohada, perdido sin remedio en las nuevas imágenes del insomnio. Abrió otra vez los ojos, la vista ahora fija en los tirantes del techo. Se topó de pronto con un mediodía nublado, veinte años atrás, cuando cruzó por primera vez la puerta grande del cuartel, atrapado por la ilusión de quien recién comienza a escribir su verdadera historia. No se equivocaba. Antes de empuñar el arma, antes de aquel uniforme verde oliva y las botas lustradas, había nacido en la penumbra de un barrio marginado, y llevaba en el cuerpo, como tatuaje de pobres, las marcas de una ciudad que lo había condenado a ser un niño de la calle. Sin proponérselo, porque en realidad nunca se propuso nada en la vida, no tardó en convertirse en la leyenda negra del cuartel. El soldado eterno, rey de los calabozos, que llegó a robar la botella del mejor vino en la cantina de oficiales, para brindar por el cumpleaños de la puta más barata que cantaba en el puerto.
Sus hazañas se contaron en los baños, las tertulias de mate, los asados del domingo o en las aburridas guardias. Fue la pesadilla de superiores que se cansaron de perseguir sin encontrarlo, la envidia de frustrados bandidos sin agallas. Soltero empedernido, perseguidor de historias. El amor pasó rozándolo tantas veces, sin dejar rastros, como una bicicleta invisible que apenas mueve el agua de los charcos. Si alguna vez se fijó una meta, nunca fue más allá de conquistar la siempre última mujer ajena, marcar el mejor gol, o trabajar en silencio, para seguir siendo el verdadero tema de la semana. Los minutos terminaron temblando en el reloj. La estática de la radio se volvió una tormenta insoportable de chillidos inaudibles. Estiró el brazo lo más que pudo hasta arrancar el cable del enchufe. El grillo había callado. Por un instante disfrutó del profundo silencio, ese perro lamedor. Probó acostarse boca abajo, con la sábana envuelta en la cabeza, las manos apretando los oídos. Afuera se escuchó el ruido de un auto zumbando en la avenida.
Este insomnio nuevo, de insólita profundidad, se le antojó mala señal para su primera noche de retirado. Esa misma mañana había sido llamado a la oficina del Capitán para firmar el retiro. Traía la expresión vacía y sin tiempo, de los que llegan sin saber que llegaron. Después de veinte años al servicio del Ejército, era hora de volver a la vida civil, a tratar de construir eso tan incierto que es la existencia más allá de los muros apadrinadores del cuartel.
Al Capitán Mariños lo encontró con un gesto aliviado, la mirada seca, el gran bigote distendido. Duró pocos minutos el trámite, escasas palabras y un montón de silencios. Albino apretó fuerte la mano blanda, todavía infectado de venias y cumplidos, y salió silbando por los pasillos, con el paso apurado de los que se resisten sin convicción a las ganas de fumar.
Bajo las sábanas, el calor se tornó asfixiante, todavía empantanado en el silencio. Albino volvió a sentarse en la cama, encendió otro cigarrillo, intentó repasar su futuro. La pesquería postergada con su compadre Miguel, el partido de veteranos, la parranda programada para el memorable sábado de la despedida.
Estaba repasando la lista de asistentes a su última fiesta de soldado, cuando escuchó pasos al otro lado de la puerta.
Abandonó la cama, picaneado por un mal presentimiento.
Los pasos se fueron acercando, como traídos a rastras por el viento. Los grillos volvieron a embarrar la noche, ahora alborotados.
Con el torso desnudo, los pantalones en la mano, el cigarrillo colgando de los labios, atravesó la ventana, a salto de felino entrenado.
La intemperie lo recibió como una novia fría y distante, llena de rocíos, abandonada. Entonces oyó la carcajada, sintió el tufo del alcohol cuajado en el aire y descubrió los ojos como dos brasas ardientes, incendiando la madrugada.
El Capitán Mariños esperaba de pie, el arma apuntándole a la cabeza, el rostro desencajado, ya otro para siempre, ya sin alma.
- Yo te voy a enseñar, carajo. Gritó.
Y fue lo último que escuchó Albino Lima, el ex soldado, antes de que un fuego final lo abrazara bajo la lumbre pálida de la menguante.
Con el estruendo del disparo y el viento que se coló por la ventana abierta, la mujer del Capitán Mariños, despertó sobresaltada.

 

 

ANA

 

La afeitadora bajó desde la patilla derecha, con sus hojas recién cambiadas, arrastrando la espuma blanca del aerosol, cortando de cuajo los troncos de la barba de cuatro días, como tres mosqueteros atacando juntos, en línea de sus espadas afiladas. La miré, no sin cierto asombro a través del espejo, como una cabra alocada, dando saltos de mata por los recovecos de mi cara. Una mano como la mía, demasiado zurda para no ser torpe, la llevó a la canilla hasta limpiarle la boca llena de pelo y espuma. Sigilosa otra vez, apareció en la zona de la garganta, cerca de la nuez de Adán, peligrosa y sin piedad, donde siempre produce un escozor que hace tragar saliva. Se me antojó una máquina de nieve con su gran pala dejando desnuda la carretera. La ocurrencia me hizo sonreír sin mueca. Escuché ruidos más allá de la puerta entreabierta y los busqué por el espejo, aún sabiendo que no podía verlos. Agucé el oído como un perro entrenado, apenas para descubrir qué escupía a esa hora de la primera mañana, la radio negra, de tres bandas, dos pilas, herencia de la abuela, que seguía pendiente del dial insolente, colgada de un clavo exclusivo cerca del toallero cromado.


“Se informa que la altura del río frente al puerto local llegó a….” Abrí instintivamente los ojos, la frente llena de arrugas alertas, la mano se detuvo sin despegar la máquina de la cara. Tuve tiempo para aplicar mi táctica cámara lenta sobre los momentos, como hacía de niño cuando escuchaba las peleas de mis padres, escondido debajo de la cama, y jugaba a retardar las palabras, apenas para que llegaran más lentas, más ilegibles y fofas, menos dolorosas. No pude escuchar. Parecía haberlo logrado otra vez. Por un instante, el susurro del agua blanda brotando de la canilla, se adueñó de todo.

 

Si Ana estuviera viendo, seguro me ligo un reproche por dejar la canilla abierta. No me gusta pensar en Ana cuando me afeito. El pulso se me pone tembleque y la afeitadora de pronto parece cobrar vida, llevando a rastras la mano sin pulso, como un pitbull silencioso que hace creer a su dueño que lo lleva atado de la correa.

 

A veces pienso que esa es la marca de Ana. Ese viento suyo de arrasar con todo, pero sin ruido, sin tormenta, sin miedo, apenas con la seguridad que despierta en el otro, la convicción neta de seguirle los pasos sin saberlo. Así la descubrí de pronto. Una tarde de abril desolada y sin tiempo, en la fría cámara de desosado, en plena zafra de bovinos, cuando a los dos nos ganaba la vida, en el frigorífico. Desde hacía días, no se hablaba de otra cosa que no tuviera que ver con un video erótico cuya protagonista estelar era una de las trabajadoras del sector congelados, que aparecía en la primera plana de una filmación casera, filtrada quién sabe por quién, entre los compañeros. La noticia se esparció como un virus hasta pegarse a todos los celulares, las ventanas, los rincones, las puertas, los pasillos, donde nadie fue inmune a las esquirlas de la bomba.

 

Esa tarde, el tema del video también se robaba la charla. En medio de veinte mujeres y hombres, entre cuchillos, huesos y carne, las chanzas se sucedían, sobraban las risas sin sentido y las opiniones vacías. De pronto escuché su voz (su voz un tanto gastada por el cigarro y el frío) salir de atrás del tapabocas, desprenderse como un látigo desde la blancura ensangrentada del uniforme. “Yo por eso prefiero los espejos”, dijo, casi disimulando cierta vergüenza delatada por el brillo de los ojos, “porque como los verdaderos caballeros, no tienen memoria”. La carcajada fue unánime. De pronto, los intentos de moralina barata, las etiquetas vanas y los juicios crueles, rodaron decapitados por el piso azulejado. Entonces la vi sin verla a través del mechón rubio que escapaba de la cofia, más allá de los guantes de goma, el delantal manchado y el cuchillo ágil. Y fue como descubrir sin culpa sus ojos marrones demasiado vivos, los ojos que parecía estar enfrentando por primera vez, con la sorpresa blanda de quien descubre a alguien que nunca estuvo escondido.

 

Después de aquel día, la persecución comenzó, por los pasillos del frigorífico, a la hora del descanso buscando su mirada más allá de las mesas del comedor, entre los árboles altos que sombreaban la salida, y terminó cuando ella quiso que terminara, la noche clara frente al espejo empañado de un motel cerca del río, escaso de estrellas y silencios. Siempre es Ana cuando quiere, sin testigos ni regresos inútiles.

 

La luz del baño se hizo escasa por el vapor. Desde la radio, el locutor de la voz quebrada, volvió a dejar en evidencia mi artilugio de atajar raspones. Esta vez no fue posible burlarlo.

 

“Repetimos la información que nos llega de Prefectura Nacional, la altura del río frente al puerto local, llegó hoy a quince metros con cincuenta centímetros”.

 

Las últimas dos palabras me dieron directo a la nuca. Un mazazo inevitable. Visto en el espejo, parecí tambalear como un boxeador grogui que no esperaba el golpe, pero mantuve la línea y volví a concentrarme en la afeitada. La máquina dio tres golpes a un costado de la palangana para librarse de la carga, cabeceó en el chorro de la canilla y así, libre, sin lastre, se ensañó esta vez con el pobre bigote, que resistió estoico, casi hasta las lágrimas, pero terminó por rendirse ante el monstruo verde, con tres afilados dientes, que sale cada tanto de su cueva botiquín, solo para destruir a Papá Noel.

 

Desde la radio, bajó con prestancia, un tango, inexorable y lento, de andar tímido, como una queja sin remedio en la garganta de los tristes. Quedé parado frente al espejo, esperando encontrarme, apoyado con las dos manos al costado de la palangana, envuelto en el éxtasis de la música, marcando el compás con la punta del zapato derecho. El tango nunca fue mi fuerte. Aunque suelo jugar a seguir letras inolvidables y disfruto ese misterio de escuchar sin escuchar, sobre todo a esa hora de la mañana, cuando el ojo del alma está recién libre de lagañas. Igual, siempre trato de esquivarle a los tangos. No dejan de producirme ardor en la boca del estómago, un desencanto que hace suspirar o sufrir, según la nota que primero me atraviese las venas. En los días de Ana, era imposible siquiera estar cerca de cualquier tango. Con su insólita frescura de romper postigos, saltaba sin miramientos, con el rostro desencajado por el fastidio, a cambiar el dial, para que no la alcanzara el chorro gris de aquella “música de viejos”. Yo, lejos de molestarme por esa actitud, me detenía a verla, como a través de una ventana empañada, ajeno a su berrinche, embelesado con su convicción militante de esquivar el tiempo. Entonces ella sabía encontrar a través del murmullo que soltaba el parlante, la música que le hacía bien a los huesos, la música que le golpeaba el alma. Se aflojaban los músculos de la cara huesuda, se volvían papel las arrugas, y el canto le salía sonoro, casi en pelo, a veces siguiendo la letra, a veces con una letanía apenas, pero siempre desde el fondo de algo muy pasional, muy suyo, que se salteaba los estragos de la garganta ronca.

 

Por la banderola del baño, desde su boca abierta hacia la nada, se coló una brisa impune. Puse los pies al borde del wáter y sostenido en ambos lados de la cisterna, la toalla de mano alrededor del cuello, asomé la nariz a través de la abertura. Me golpeó el aire empapado, la sórdida humedad antes de la lluvia. Desde aquella altura, haciéndome camino a través del vidrio empañado, pude contemplar la imagen que de niño solía cautivarme, cuando tenía la ciudad a mis pies, y el mundo era un mundo chato, allá abajo. Los techos de las casas, como piratas con parches desparejos, seguían remendados de membrana asfáltica, siempre mascotas de la inclemencia, carcomidos por la herrumbre de los años, algunos demasiado viejos para atajar la lluvia suelta en la barriada del Puerto. Cada tanto, una chimenea sin humo, asomaba entre las chapas, camuflada en el enjambre furioso de antenas satelitales, que desde tiempo atrás, habían cambiado para siempre el paisaje dibujado a través de la banderola de mi baño. Resistiéndome, giré el periscopio hacia la izquierda, entregado al azar, con la resignación o vana costumbre de los que esperan el fracaso de lo inevitable. Allí donde antes se veía la antigua calle de adoquines, dejando su reguero mordedor de historias entre los galpones de la vieja fábrica de galletitas, solo podía observarse la panza marrón del río, arrastrándose hacia la ciudad, inexorable como un presentimiento, irrespetuoso de muros legendarios y paredes de hormigón descascarado. Desde mi altura, lejos en la bruma de la primera mañana, aparecía indefenso, lagarteando con su agua oscura de caimán dormido sobre las veredas. Pero nada era cierto. Bajo esa piel cordero de limo y basura flotante, azotada apenas por el paso de alguna chalana solitaria deambulando entre las calles como una góndola veneciana, latía la maldita soledad de las crecientes.

 

Ese era mi costado oscuro de vivir cerca del puerto, en el reino invisible de los inundados, donde anidaban hombres silenciosos, mujeres escasas de ternuras, niños marcados por el dolor del agua, todos con la sangre alerta y los nervios en carne viva, de los que siempre duermen con los ojos abiertos.

 

En días de creciente, todo se reduce a una espera sin esperanza, controlando la angustia centímetro a centímetro, ese vacío que producen en el alma, la incertidumbre ciega y el abandono. Nunca me acostumbré a esos días. Vivir anudado a la sensación de que pronto el mundo dejará de ser, con ese olor a pescado podrido que se cuela en las paredes, las ventanas, los roperos, los huesos, hasta invadirte los sueños. Ese olor mordedor de cicatrices, pegado a las costuras de mi ropa, entre las uñas, el cabello, las manos sangrantes, las arterias, que te seguía como un perro inevitable adonde fueras.

 

Antes, cuando el río empezaba a roer las barandas del puente sobre la calle adoquinada que termina en el puerto, hacía rato que en mi casa ya no quedaban muebles ni gente ni nada. Se habían ido en los camiones del ejército, a desarmarse apilados en algún galpón municipal lleno de ratas y silencios. Mi padre era cuidadoso con las crecientes. Había construido la casa con sus propias manos, casi al borde del arroyo que desembocaba en el río, de dos pisos, apoyada en soberbias patas de hormigón, y aunque sabía por convicción que el agua no llegaría, ya a los trece metros, se escondía en un rincón con el teléfono bien pegado a la cara, el seño fruncido, la respiración agitada, y con el susurro de quien va a confesar un secreto vergonzante, hacía la llamada que nadie deseaba escuchar. Antes ya habíamos embolsado ropas, zapatos, platos, cubiertos, herramientas, lágrimas y recuerdos. De niño aprendí a guardar mis juguetes, mis cuadernos, mis miedos, en una gran caja donde también envolvía, aquel pedazo de trapo en que se me convertía la vida por esos días. Después venía el tiempo maldito de estar fuera de la casa, pertrechado en un rincón de la cancha de basquetbol municipal, donde dormíamos por turnos para cuidar nuestras cosas, con un ojo siempre alerta, marcando territorio en tierra ajena, desconfiados y viles, como los enfermos que tienen terror de otros enfermos.

 

La brisa que entra por la banderola es fría y con algo de tristeza. De las pocas cosas que nunca le pude contar a Ana, tiene que ver con este recinto sagrado de la casa. Es posible que todo venga de aquellos días. La gente arracimada cuidando su rincón, como clanes repentinos, a veces al medio de la cancha, a veces recostados sobre las gradas frías, en filas ansiosas al acecho de la comida caliente que en grandes tachos traían los soldados del ejército o compartiendo sin remedio aquellos baños inmundos, atestados de extraños orinando sobre las tasas amarillentas, bañándose desnudos frente a niños asustados, con la humedad chorreando en las paredes y aquel olor amoniacal quemándote el cerebro, olor inevitable a barro de lagartijas muertas, a zoológico ambulante y hastío.

 

La escuché tantas veces reprocharme, al principio con asombro, después fastidiada, al final, siempre dejando caer ese comentario sarcástico sobre mi insólita manía de no poder usar otro baño que el mío.

“El nene no puede cagar si no es en el trono de su propia casita”, solía decir entre guiños para buscar carcajadas, cuando ya vivíamos juntos y el tiempo del motel cerca del río, era apenas un espejismo lejano de amores sin desvío. Yo acusaba el golpe con una sonrisa impostada, siguiendo la broma a rastras, anestesiado de encantos, aunque me encontrara desnudo y sin respuesta, como al sentir que de pronto te corren la cortina de la ducha.

 

La puerta del baño se abrió con chillido de bisagras secas.

En el pasillo, al que miran también las puertas de los dos dormitorios, hay una casi oscuridad que hace doler los ojos, desde ayer, cuando cortaron la luz en todo el barrio, como en las crecientes grandes, por causa de la venida del río. Se palpa un silencio impiadoso, que fue tomando desde el último rincón hasta los techos, como un hongo gris que se pega a las ramas del paraíso, hasta secarlo. Me paro en el primer descanso de la escalera. La otra claridad que se cuela por la ventana deja ver más abajo, la mancha turbia de un sillón del comedor, el respaldo de la silla quebrada que golpea la pared, el plafón roto de una lámpara de pie, las flores plásticas lejos del florero. Todo flotando sobre la cáscara maldita de este río que se metió sin permiso en mi casa. No quiero bajar otro escalón para no toparme con el cristalero lleno de copas, los juegos de porcelana todavía sin usar, regalo de casamiento de mis padres, los libros inflados como sapos sobre la estantería de vidrio, aquella máquina de coser con los retales de costura ocultos bajo la carpeta blanca, las lámparas de iluminar rincones oscuros, la mesita ratona tapa de mármol, soporte del cenicero acerado en forma de caballo, donde mi padre solía morirse noche a noche, en cada colilla que aplastaba antes y después del café, la cena, el informativo y las novelas policiales encargadas a una librera que nunca llegué a conocer.

 

“Esta vez va a superar los diecisiete metros” – había balbuceado sin ganas, el gordo de voz finita atrás de los dientitos pequeños, alcanzándome un papel prendido a una tabla y una lapicera azul- “Si se va a quedar tiene que firmar aquí, y después es toda responsabilidad suya”- recitó de memoria y siguió su caminata por el barrio, como un pájaro agorero dejando semillas de soledad en todas las puertas. Era casi de noche pero se intuía en la penumbra el apronte de algunos vecinos juntando sus cacharpas, en ruidoso circo de niños, trastos y perros. En las dos anteriores crecientes, cuando ya mi madre vivía en la institución de salud y habíamos tomado por asalto en nombre del amor la casa cerca del puerto, le seguí a Ana los instintos y salí como hacía mi padre, antes de los trece metros, a esa altura letal en que el río comenzaba a lamer las barandas del puente. Yo sabía que el agua no llegaría. Lo sabía. Pero la dejé decidir, acaso porque todavía andaban por la casa las sombras de mi padre o solo por no chocar contra su costado más gris, esa insolencia a veces macabra de envolver sin piedad, como una cobra paciente que sabe esperar la fisura del encuentro. Desde el primer día que vivimos juntos, Ana se encargó de dejar su marca por todos los rincones. Vendimos la vieja cama de mis padres, el ropero antiguo de soberbio ébano, las cómodas con espejos, los baúles amargos de la abuela y nos instalamos después de ventilar polvos y recuerdos, a vivir juntos la vida buena que nos envidiaban en secreto las chusmas del frigorífico. En la cocina florecieron los repasadores de Ana, las tazas con dibujos estampados y las cortinas rojas de Ana, las toallas, las sábanas sin almidón, las blusas de Ana diciendo del nuevo hogar, y los filetes de pescado se doraron en el mismo chamuscado horno, pero tenían ahora el sabor agridulce de Ana. Un día Cortázar me pareció aburrido, la televisión trajo programas de chimento, el cuchillo de la faena fue algo más que un cuchillo y los libros parecieron esconderse donde nunca estaban. Me descubrí de pronto, en festejos de risas prestadas, usando camisas de colores que nunca habían sido mis colores, en ruedas de otros amigos, y hasta bailando al compás de una cumbia que no llegaba a los huesos, cada vez menos entero, como una estatua de arena desflecada por el viento.

 

Oigo voces que me llegan desde afuera. El agua que ocupa la sala del comedor, se mueve en pequeñas ondas, como si de pronto algo fuera a salir de sus entrañas. Golpes desesperados en el zaguán, tumultos de guerra. Yo subo otra vez hasta la soledad del pasillo, entro al baño, paso la tranca. Todavía es fría y distante la brisa que se escurre por la banderola. El quejido de trueno que hace la puerta del frente al quebrarse empujada por el enjambre de policías, se mezcla inevitable con los gritos roncos de Ana.

 

Ana encerrada desde hace cuatro días en el dormitorio de mis padres.
Entraron. Escucho a la horda de botas mojadas subiendo las escaleras, el rumor de voces inconclusas, los golpes de culata en la puerta del baño. El sollozo de Ana en la penumbra.

 

Sé que el río nunca llegará.
No me voy.

 

15Do Santos

 

Luis Do Santos Ardohain
Nació en Calpica, pueblo de cañaverales ubicado a orillas del Río Uruguay en el departamento de Artigas. Letrista de murgas y canciones, radicado hace muchos años en Salto. Autor de Tras de la niebla, libro de cuentos y poesía y La última frontera, novela editada en 2008 por la Intendencia de Salto. A partir de concursos literarios, fue publicado en las antologías Cuentos de boliche (Trilce 1995) y Cuentos criollos Ed. De la Plaza, 1998), y en el concurso de cuentos de la Cooperativa Bancaria (2007). El zambullidor, su última novela , obtuvo mención de honor en la categoría narrativa del concurso literario Juan Carlos Onetti del año 2014.